MASACRE DE VILLA MORENO
Narcotráfico y violencia en Rosario

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Rosario: narcotráfico y territorio

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DROGA EN ROSARIO

El 1° de enero de 2012 una banda narco asesinó a tres jóvenes militantes en Rosario, la segunda ciudad más grande de Argentina. En una región atravesada por el boom de la soja, desde donde se exportan el 80% de los granos que vende el país, las muertes de Jere, Mono y Patom instalaron el debate por el crecimiento del narcotráfico en los barrios y la complicidad policial en el negocio.
Allí donde se construyen torres de lujo que nadie ocupa, hay cien mil jóvenes que no estudian ni trabajan y la media de asesinatos es cuatro veces más grande que en el resto del país. Dos años después de aquel crimen, empieza el juicio que buscará demostrar que la masacre presentada como "ajuste de cuentas" es parte de una trama de disputas por el control de los bunkers de droga donde los jóvenes están de uno y otro lado del gatillo.

Barrio Alvear, zona de casas bajas y asfalto del sureste rosarino. Tierra de obreros y pequeños comerciantes. En estas calles, donde los pibes juegan a la pelota a la hora de la siesta, Sergio Rodríguez dio sus primeros pasos en el mundo del hampa en los ’90. Todavía no lo conocían como el Quemado, el apodo con el que llegó a convertirse en un pesado y se hizo famoso en la crónica policial. Todavía en los barrios no se veía tanto pibe armado ni se oían balaceras nocturnas. Tampoco habían proliferado los bunkers, esas construcciones fortificadas de ladrillo y cemento, con pequeños agujeros por los que los soldaditos entregan bochitas de marihuana y cocaína.

En tribunales, el alias el Quemado apareció en 2001: una causa de enero por abuso de armas y otra de noviembre por un intento de robo a mano armada y lesiones. Cuando el narcotráfico empezó a consolidarse en la periferia rosarina -de la mano de viejos ladrones devenidos en transas y policías cómplices- entendió que el negocio de las drogas era mucho más rentable.

El Quemado era un transa en ascenso. Pero no alcanzaba con tener llegada a la comisaría de la zona y cambiar el viejo Falcon destartalado por un Peugeot 206 nuevo; para crecer debía hacerse respetar. Por eso le jodió tanto cuando una tarde -entre 2007 y 2008- el “Pantera” Juan Domingo Cano, un vecino de toda la vida, lo encaró en la puerta de su casa para vengar un ataque anterior. El Pantera había abandonado el boxeo a los 19 años por una bala que se le clavó en la cintura, pero se mantuvo en forma toda la vida. Esa tarde, al Quemado le costó esquivar las piñas. “Lo cagó a palos delante de todos”, recordó Juan Andrés Cano, el hijo del Pantera.

La madrugada del 14 de febrero de 2009 se volvieron a cruzar. Los vecinos cuentan que el Pantera andaba un poco borracho. Pasó en bicicleta por la esquina de Biedma y Suipacha, donde estaban parados los colectivos de la barra de Newell’s que habían vuelto de un partido en cancha de Boca. Por ese entonces el Quemado y su hijo Maximiliano, el Quemadito, escalaban posiciones en la tribuna de la mano del jefe, el Panadero Diego Ochoa.

Unos vecinos le contaron a Juan Andrés Cano que cuando el Quemado vio a su padre quiso saldar cuentas, que le entregó una nueve al Quemadito y le ordenó: “Tirale”. El Pantera quedó tendido en la calle con cuatro balazos en la espalda.

Después de la estampida, el silencio. Los pocos que hablaron con la policía abandonaron del barrio. El expediente por la muerte del Pantera se quedó sin testigos. Con la sangre de su enemigo, el Quemado consolidó su poder en el territorio.

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El Quemadito intentó hacerse fuerte en la barra de Newell's

CONTEXTO I: “Muchos ladrones viejos se pasaron al mercado de drogas ilegales”.

Eugenia Cozzi Criminóloga

El equipo seguía atacando, pero al Quemado no le importaba. Parado en la platea este del estadio Marcelo Bielsa, con los ojos clavados en la popular, pensaba en lo que le había dicho su hijo Maxi, el Quemadito, antes del partido: “Si se cae la camiseta naranja para atrás es porque se pudrió todo”.

En el paravalanchas detrás del arco, el Quemadito resaltaba vestido con la número uno naranja del arquero Justo Villar. El partido entre Newell’s e Independiente por la cuarta fecha del Apertura 2010 marcaba su regreso a los estadios, tras pasar un año y medio en la Alcaidía de Jefatura por un robo. El Quemadito ocupaba un lugar privilegiado: era uno de los cuatro o cinco que custodiaban en el paravalanchas al jefe de la barra leprosa, el “Panadero” Diego Ochoa. También, era uno de los cuatro o cinco que tenían permitido enfierrarse dentro del estadio. Desde ese lugar de confianza, el Quemadito ejecutaría su traición.

—Ey, Diego, ¿cuándo me vas a pagar la plata que me debes? —lo encaró, cuando todavía se jugaba el primer tiempo.

—Por qué no te dejas de joder. Hablamos después del partido, Maxi.

—Yo te hablo en serio.

—Si vos querés la plata, ganatelá.

Una mano volteó al Panadero del paravalanchas. En esa piña, el Quemadito desahogó la bronca acumulada durante un año y medio. Sentía que su jefe lo había traicionado, que lo había usado para copar la barra y lo dejó tirado cuando cayó en cana.

El Quemado vio la señal y salió corriendo. Saltó los molinetes y se metió en la popular. En la escalera vio a su hijo y a uno de sus laderos pegándole al Panadero. Las cámaras de seguridad registraron la escena: un pibe le sacó la camiseta -ya estaba en calzoncillos- y dos policías lo echaron del estadio.

—¿Quién quedó a cargo? —preguntó el jefe del operativo.

—Yo —respondió el Quemado.

Tiempo después, recordaría ante la fiscal Nora Marull el día en el que su hijo le entregó la barra: “Toda la gente del Panadero salió corriendo. Saltaron los molinetes y salieron de la cancha. Estaban todos re cagados”. Se dijo que detrás del ataque estuvieron Los Monos, la banda que controla la venta de drogas en la zona sur de Rosario, y los hermanos Vázquez, alias Los Gordos, una organización de peso en Tablada. Desde entonces, las paredes de Rosario recuerdan la afrenta: “Panadero entangado”.

El Quemado llegó a la cima, pero no pudo mantener el poder. Al día siguiente de la pelea televisada fue a buscar a los dirigentes para arreglar el tema de las entradas y los viajes. Nadie los atendió. El domingo siguiente movilizó un centenar de pibes a La Paternal. Cuando llegaron, la popular estaba ocupada: el Panadero se les había anticipado. Esa tarde, el Quemado y su hijo vieron el partido desde la platea. Fue la última vez que pisaron un estadio de fútbol: el club les dictó el derecho de admisión y la Justicia abrió una causa penal contra el Quemadito y otro joven: los condenaron por robo y lesiones.

El poder del Quemado y el Quemadito se extendió por el sur de Rosario. Padre e hijo manejaban con Daniel “Teletubi” Delgado al menos cinco bunkers de barrio Alvear y las villas La Lata y Moreno. El acuerdo con Los Monos, los dueños de la zona sur, les permitió crecer sin sobresaltos. A esto se le sumaba el necesario vínculo con el poder policial: en los expedientes constan las relaciones del Quemado con la Jefatura de Zona III, también hay denuncias de complicidad de las comisarías 15 y 18. Hasta que a mediados de 2011 comenzaron los problemas.

Robarle a un narco

CONTEXTO II: “Las políticas de seguridad generan sobrecriminalización y desprotección de los sectores populares”

Enrique Font Criminólogo

Facundo Osuna y el Negro Ezequiel Villalba se criaron juntos en Villa Moreno, un barrio de calles de barro, pasillos angostos y casas de madera y chapa. Cuando el Facu abandonó el colegio, en plena adolescencia, el Negro Ezequiel –seis años mayor que él- ya tenía varias entradas en la comisaría por robo. Él prefería estar con sus amigos, con los que paraba a la vuelta de su casa, a media cuadra de la canchita. Ahí tomaban cerveza y hacían tiempo, con los fierros a la vista, cada vez que se iban a enfrentar a tiros con otro grupo. Eran jóvenes y atrevidos.

En Villa Moreno cuentan que el Negro Ezequiel, el Facu y otros pibes le robaban los bunkers al Quemado. “Le mejicaneaban los kioscos a los traficantes, de ahí viene la bronca”, contaría tiempo después en Tribunales Mauricio Palavecino, uno de los hombres del Quemado, conocido como Maurico o Chupín.

La madrugada del 29 de diciembre de 2011, dos días antes del triple crimen, Facu volvió a su casa cerca de las seis de la mañana.

—Venite a dormir que es tarde —le dijo su madre, Claudia. Él le sacó un cigarrillo de la cartera y salió de nuevo.

Una Kangoo blanca frenó de golpe frente al pasillo de Dorrego al 4000. El Quemadito y el Jeta –un joven de 17 años- se bajaron armas en mano. El Facu intentó meterse en la casa. Cuatro balas le atravesaron las piernas y otra se le clavó en el hombro. Más de una decena rebotaron en las paredes y atravesaron la puerta de chapa del fondo. Suficientes para cumplir con el mensaje: el que se mete en el territorio del Quemado es boleta.

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Un bunker por dentro

CONTEXTO III: “Pertenecer a bandas es una forma de construir identidad””

Eugenia Cozzi Criminóloga

Tres días después, la noche de fin de año de 2011, los Rodríguez cenaron en familia. El Quemado, la ex mujer, los tres hijos y la nieta comieron en una parrilla de Pellegrini y Francia. Después de las doce brindaron y se sacaron fotos. Cerca de las dos, el Quemadito, se subió a su BMW gris y pasó a buscar a su novia, Sofía Laffatigue, y a una amiga de ella.

Según una testigo que declaró en la causa, a esa misma hora dos motos enormes pasaron frente a la canchita de Villa Moreno. La mujer reconoció al Negro Ezequiel, a Chucky y a Danonino. “Iban saliendo de Moreno hacia el lado de Bulevar Seguí, no sé hacia dónde”, contó.

A veinte cuadras de ahí, el BM gris del Quemadito dobló por Vera Mújica, disminuyó la marcha y avanzó hacia Garay. Antes de llegar a la esquina, una de las motos se les puso a la par.

—Ey —gritó uno de los motociclistas.

El que iba atrás disparó una pistola 380 contra el auto. El Quemadito manoteó la nueve y gatilló dos veces sin puntería. Tres balas dieron de lleno en el blanco: en la costilla, en la mano y en el hombro del Quemadito. Una cuarta le rozó la nuca. Malherido, abrió la puerta, tambaleó y cayó pesado sobre el asfalto. La novia lo acomodó boca abajo. En las manos sintió la sangre que le brotaba del cuello. La chica agarró el Nextel que él llevaba en la cintura y marcó el último contacto con el que había hablado: Teletubi.

Quince minutos después, Daniel “Teletubi” Delgado –en ese entonces de 21 años, alto, musculoso y de brazos tatuados- manejaba su BM negro hacia el Hospital de Emergencias Clemente Álvarez (HECA). Le marcaba el camino a Brian “Pescadito” Sprío, que lo seguía al volante del auto baleado. Sentado del lado del acompañante, mientras su novia le sostenía la cabeza, el Quemadito pronunció el nombre de su atacante: Ezequiel.

Las cámaras de seguridad del hospital –una prueba que luego se volvería clave- registraron el ingreso del Quemado a las tres y media en punto. El padre del Quemadito llevaba pantalones blancos y una chomba verde a rayas. En la guardia, la novia del Quemadito, los familiares y algunos amigos esperaban novedades. Entre ellos estaban Chupín Palavecino y el Jeta, un pibe de 17 años que vivía a pocas cuadras del joven herido y compartía negocios con los Rodríguez.

El Quemado entró a la guardia a los gritos. Estuvo seis minutos en el hospital, tiempo suficiente para discutir con los policías e intentar meterse en el shockroom donde atendían a su hijo. A las 3.36, la filmación lo muestra caminando con el cabo Lisandro Martín hacia la salida.

La venganza se planificó en pocos minutos. Pescadito y Teletubi abandonaron el hospital en una moto; el Quemado en su Ford Focus. Los siguieron el Jeta y Chupín, que llegó al volante de la Kangoo blanca de su padre. Juntaron los fierros: cinco pistolas y una metra. El Quemado se calzó el chaleco antibalas y encararon hacia Villa Moreno.

Desde la vereda de su casa, frente a la canchita, Vero volvió a ver al Negro Ezequiel, a Danonino y a Chucky. Esta vez, sentados en uno de los banquitos detrás del arco. La luz de la calle apenas alcanzaba a iluminarlos. No estuvieron mucho tiempo. La mujer cuenta que las 3:45 se fueron y ocuparon su lugar otros cuatro pibes: Jere, Mono, Patom y el Moki.

Jere, Mono, Patom

Antes de que los pibes los pintaran en murales, en un cartel enorme en la canchita de Villa Moreno o en fotos que circulan en Facebook, Jere, Mono y Patom eran tres adolescentes de la periferia rosarina. Ninguno había terminado el secundario. Los tres hacían changas. Los tres militaban en el Movimiento 26 de Junio, en el Frente Popular Darío Santillán (FPDS).

Claudio Suárez, el Mono, de 19 años, y Adrián “Patom” Rodríguez, de 20, aprendieron a patear juntos por el barro de Villa Moreno. Lo único que los dividía era el fútbol: Patom era de Newell’s; el Mono, de Central. Jeremías Trasante, de 17 años, se unió a ellos en la adolescencia, cuando su familia llegó al barrio.

El Mono hizo primer año cinco veces. Cuando cumplió 15 su mamá, Lita Gómez, le dijo que no podía comprar más útiles, que tenía que conseguirse un laburo. “Él decía que trabajaba de hijo, que tenía un salario por eso. Era bueno pero era un chanta”, contó. La risa lo distinguía. Cuando quería contar un chiste se tentaba y no llegaba al final. Corpulento y bueno para las actividades físicas, soñaba con jugar al rugby. Lo hizo seis meses en "Duendes”. Jugó hasta que tuvo que anotarse en la Liga. Su madre no tenía la plata para inscribirlo. Le faltaban tres días para cobrar y le pidió prestado al papá del Mono. El hombre no quiso saber nada. El pibe terminó encerrado una semana en su casa llorando. Tenía 16 años.

Jere tardó un año más que el Mono en dejar la escuela. Según su familia, fue después de que empezara a consumir drogas. En Villa Moreno todos coinciden en dos cosas: era un pibe callado y el mejor bailarín. Su especialidad, la cumbia cruzada.

Patom era el único de los tres al que le gustaba el colegio. “Iba mitad para aprender y la otra mitad para ganarse minitas”, dijo su hermano Maxi. Sin embargo, llegó hasta segundo año. Cambió el guardapolvo por el balde y el fratacho y empezó a hacer changas con su primo.

Los tres hacían esquina en la canchita. Era su lugar. A veces se juntaban en la casa de alguno a ver películas de terror. Esas noches Mono corría por el pasillo que lleva hasta su casa y dormía con su madre. Los amigos compartían todo: barrio, militancia, fútbol y boliches. “Tengo 7 hijos. Pero los hermanos de Jeremías eran Mono y Patom”, contó Eduardo Trasante, el papá de Jere.

El vínculo se hizo más fuerte cuando los tres pibes se sumaron al Movimiento 26 de Junio. El patio de Lita fue el lugar en el que la organización hizo pie en Villa Moreno. Recién varios meses después levantarían un local propio a unas cuadras de ahí.

En las asambleas, junto a otros vecinos, los pibes debatían sobre política, coordinaban actividades y dividían las tareas. Al Mono le tocó trabajar de noche en un proyecto de comidas que después se convirtió en rotisería. Hacía los mandados, picaba la verdura, preparaba las empanadas. En las marchas, el Mono hacía las veces de “Seguridad” de sus compañeros.

Al Jere le costaba tender la cama en su casa. Sin embargo, ponía el despertador a las seis de la mañana para levantar las paredes del nuevo local con sus compañeros. También recorría los pasillos de la zona vendiendo ensaladas de fruta. Ese era uno de los proyectos productivos del Movimiento. Él lo tomaba como un juego: hacía competencias con los otros pibes para ver quién vendía más. A veces le fiaba a los vecinos que conocía para ganar.

El Patom era el “más político”. Iba a todas las reuniones y siempre levantaba la mano. Juntaba a los chicos y los incentivaba para participar. Unos meses antes del comienzo del 2012, los tres fueron a un campamento de jóvenes. Volvieron con dos ideas fijas: armar un taller de hip hop y formar una banda de cumbia. “Nos cagamos de risa y sirve para sacar a los pibes de la esquina”, decían.

Marcelo Suárez, el Moki, de 21 años, era el primo del Mono. Si bien no era tan unido como Jere, Mono y Patom, solía juntarse con ellos. Sobre todo cuando iban a la canchita de fútbol. En esa época él vivía atrás, en la casa de su suegra, la casera del club, con su mujer y su hija. Durante unos meses militó en el Movimiento hasta que se peleó con otros compañeros y se fue.

Repetir video

Jere, Mono, Patom y el Moki tomaban una sidra en uno de los banquitos de la canchita de Villa Moreno. Esperaban a unas chicas para irse una fiesta. Verónica, una vecina que vive enfrente, vio luces de linternas que se movían por el baldío y figuras que se recortaban en la oscuridad. Pensó que eran policías. Cuando los pibes se dieron cuenta, los cuatro tipos ya estaban a unos pocos metros de distancia.

Primero fue un chispazo en la oscuridad. La ráfaga de metra cortó el aire de la canchita, apenas iluminada por los focos de la calle. El Quemado vació el cargador en pocos segundos. No estaba solo. Teletubi, Pescadito y el Jeta -armados con nueve milímetros- gatillaron escondidos entre los árboles. Patom recibió cuatro balazos y quedó tirado junto al banquito, con las piernas cruzadas sobre su amigo Jere. La médica forense que le practicó la autopsia a Jere contó siete disparos –seis de ellos con orificio de salida-. El examen determinó que se encontraba “en actitud de huida”. “Me di vuelta para entrar a mi casa y sentí ruidos parecidos a fuegos artificiales. Después vi corriendo al Mono; levantaba la mano llena de sangre”, contó Vero. El joven de 19 años alcanzó a correr unos cincuenta metros antes de caer cerca del córner. Al Moki los plomos ni lo rozaron. Atravesó la cancha pegado al alambrado y se escondió en una zanja. Fue el único sobreviviente. El cuerpazo moreno de 120 kilos del Mono le frenó las balas.

“Me lancé contra el tejido, en el pasto, y escuché otro cargador más. Habrán sido 42 o 43 tiros, todos en ráfaga, todos rápido. A mí también me disparaba, yo sentía cómo me pasaban las balas”, declararía el Moki en Tribunales. Su relato, junto con el de la vecina Verónica, serían fundamentales para reconstruir la masacre.

Chupín los esperaba por calle Biedma con la Kangoo blanca en marcha. La banda del Quemado salió por una pequeña puerta lateral. “Luego de dispararle a los chicos, cuando ya salían para el lado de Quintana, se encontraron con el Negro Ezequiel”, contó Vero. Otra vez se escucharon los tiros. El Negro abrió fuego y la banda del Quemado respondió. “Parecía que el Negro Ezequiel se quedó sin balas y salió corriendo por un pasillo”.

En la vereda, sobre calle Dorrego, un grupo de vecinos todavía celebraba el año nuevo. Uno de ellos acababa de abrir una sidra. Sabrina escuchó detonaciones y pensó que eran petardos.

—Tirate al suelo que son tiros —le dijo el novio.

Ella sintió un roce en la cara y la sangre que caía por el pómulo izquierdo. El ardor era tan fuerte que le preguntó a su novio si todavía tenía el ojo. Cuando a Sabrina y a otros dos vecinos heridos los llevaron al hospital, la banda del Quemado ya había escapado en la Kangoo.

La casera del club, que vive atrás de la canchita, prendió las luces. Las balas y las vainas se habían mezclado entre el barro y la sangre.

— ¡Por favor llamen a mi mamá! —gritaba el Mono desde el suelo.

Lita Gómez estaba a media cuadra. Festejaba año nuevo en familia con la cumbia al palo. Nadie se animó a avisarle que su hijo estaba agonizando con seis balazos repartidos entre la espalda, el glúteo y la mano. Los vecinos le dijeron que tenía que ir para la canchita. Ella corrió y lo vio junto al alambrado. “Estaba en el barro podrido, como un animal. Le levanté la remera y estaba todo ensangrentado”, contó Lita.

Maxi atendió el celular. Era su sobrina.

—Venite ya, le pegaron un tiro a Patom —le dijo ella. Él pensó que le habían disparado a su hermano en una pierna, que una bala perdida lo había lastimado. Cuando llegó, los policías no lo dejaron acercase. Él desobedeció: alzó a su hermano y lo cargó en su Regata gris. Una camioneta de la policía lo siguió con Jere agonizando adentro.

CONTEXTO IV: “Las víctimas y los victimarios son varones, jóvenes, de los sectores populares”

Enrique Font Criminólogo

Al Mono lo subieron a un auto blanco.

—No sé quiénes fueron. Vinieron y nos tiraron —alcanzó a contar arriba del auto.

Antes de llegar al Hospital de Emergencias Clemente Álvarez (HECA) volvió a hablar.

—Ayudame a respirar, Gordita —pidió a su mamá.

Lita se agachó y le dio aire. Cuando se apartó del cuerpo de su hijo, él cerró los ojos y aflojó los brazos.

Jere y Patom murieron a los pocos minutos. El Mono aguantó un poco más, después de que intentaran reanimarlo. En el shockroom había cuatro camillas: tres para las víctimas de la masacre y la otra para el Quemadito, el hijo del matador.

Complicidad policial

CONTEXTO V:“Hay territorios desprotegidos por las agencias del sistema penal y la policía”.

Eugenia Cozzi Criminóloga

A las 10.30 de la mañana del 1°de enero un vecino de Cafferata y Avenida Nuestra Señora del Rosario, a unas cuatro cuadras de la Avenida de Circunvalación, llamó al 911. Avisó que frente a su casa había un BMW gris baleado.

El auto tenía cinco impactos en el parabrisas, tres en el parante de la puerta izquierda, el espejo y el volante, tres en el asiento del conductor y otros dos en el de atrás. La sangre cubría el tapizado y el volante. Había manchas en el lateral izquierdo -del lado externo-, el paragolpes trasero y el baúl.

Adentro del auto, los policías encontraron dos vainas servidas calibre 9 milímetros, varios plomos y un cargador de 9 milímetros lleno y dos balas intactas. En el baúl -entre una bolsa con ropa, un par de Rolex, un cargador de celular y dos reposeras plegables- había un par facturas telefónicas y un curriculum vitae. Se leían dos nombres: Maximiliano Rodríguez y Sofía Laffatigue.

Laffatigue le dijo a la justicia que la mañana del 1° de enero se fue del HECA a las 11.30. Se subió a un taxi, fue a comer a la casa de una amiga y llamó a su casa para contar lo que había pasado la noche anterior. El hermano le dijo que un grupo de policías estaba ahí. Los había enviado el comisario Abel Osvaldo Santana, jefe de la 15. La chica pidió que se fueran y prometió ir a la seccional.

Apenas cortó, llamó a su suegro, el Quemado. Le contó que tenía miedo. “Él me dijo que no fuera hasta mi casa, que fuera a la estación de servicio de Dr. Riva y Ovidio Lagos, que ahí había dos policías conocidos de él, que no me iba a pasar nada”, contó Laffatigue. Eso hizo. Antes de llegar, el Quemado se cruzó con ella para pedirle las pertenencias del Quemadito.

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Pintada en Villa Moreno

El comisario inspector Eduardo Ismael Carrillo y el sargento Norberto Claudio Centurión esperaron a Sofía en la estación de servicio. Centurión, a pedido de su jefe, se había contactado con el Quemado para arreglar el encuentro con la joven y llevarla a la comisaría 15 para que declarara. “Ahí fue que me sentaron y vinieron como 20 personas alrededor mío y yo no entendía nada, uno de homicidios me empezó a decir, no hablándome bien, que mi novio se dedicaba a matar gente, yo estaba asustada”, declaró Laffatigue. Ella dice que en todo momento se sintió intimidada y que no entendía el porqué. La novia del Quemadito se fue de la comisaría a las diez de la noche, más de siete horas después de haber llegado. “Al otro día me llevaron nuevamente a la Alcaidía, me tuvieron como diez horas sentada sin preguntarme nada, me trataron muy mal, me dijeron de todo, hasta me insultaron y no sé cómo querían que declare si cada vez que quería declarar me gritaban”, contó.

Según entiende el juez Juan Andrés Donnola, en ese encuentro en la estación de servicio, Carrillo y Centurión asesoraron a Laffatigue para que no vinculara el episodio en el que habían baleado al novio con el triple crimen de Villa Moreno. Por esto, los procesó por el delito de incumplimiento de los deberes de funcionario público y encubrimiento agravado.

El juez también procesó por el mismo delito al cabo Lisandro Jesús Martín, imaginaria del Hospital de Emergencias Clemente Álvarez. Las cámaras del lugar filmaron el momento justo: a las 3:25 de la madrugada del primero de enero el cabo Martín, uniformado y planilla mano, se acercó al Teletubi, que dos minutos antes había llegado con el Quemadito Rodríguez herido de cuatro balazos. El policía habló con el joven y anotó en su planilla. La novia del herido se acercó y aportó más datos. Martín anotó.

A las 3.36, las cámaras registraron al policía saliendo de la guardia con los familiares del Quemadito. El Quemado se agregó al grupo y conversaron detrás de una ambulancia estacionada. Dos minutos más tarde, el cabo Martín volvió a su puesto caminando solo.

En el renglón 23 de la planilla de guardia, con birome roja, quedaron registradas anotaciones confusas. Las pericias demostraron que en el renglón en el que deberían figurar los datos del Quemadito hay un texto cubierto por otro, aunque por falta de recursos técnicos del laboratorio no pudo determinarse qué decía la anotación original.

Martín dijo ante la Justicia que esa noche fue un caos, que hubo varios heridos, incidentes en la guardia y que se olvidó de registrar al Quemadito. Laffatigue, por el contrario, le pondrá voz a las cámaras de seguridad: “En el hospital había un policía uniformado de azul que habló con Teletubi, con una planilla. Se ve que estaba anotando los datos de Maxi. El Teletubi me llamó y me preguntó cuántos años tenía Maxi, yo le contesté 24. Me di vuelta y me alejé”, declaró.

Para el magistrado no hay dudas de que el cabo borró al Quemadito de la planilla de ingresos al hospital después de haber hablado con el Quemado y su gente.

En la etapa de instrucción, la causa tuvo un cuarto sospechoso: el comisario Santana. Se le imputaba no haber informado al jefe de la policía rosarina el ingreso al HECA de las tres víctimas de Villa Moreno. También, de no haber hecho un allanamiento a la casa del Quemadito, ordenado por la Justicia. En su descargo Santana dijo que por la escala de mando él no debía informar al jefe policial sino a su jefe directo y que eso hizo y que el allanamiento quedó sin efecto al comprobarse que el Quemadito estaba internado desde antes de la masacre y por lo tanto dejaba de ser un sospechoso. Con estos argumentos la justicia determinó la falta de mérito para Santana.

La causa por las complicidades policiales fue elevada a juicio junto con la del triple crimen. El viejo sistema penal de Santa Fe –que dejó de funcionar a principios de 2014- le permite a los acusados elegir la modalidad: los tres policías eligieron el juicio escrito.

Soldaditos de nadie

3 HOMICIDIOS
EN DIEZ AÑOS

“Estábamos velando a Jeremías y vino Lita con el papá del Mono. Trajeron el diario. Ahí me enteré lo que estaban diciendo”, recordó el pastor Eduardo Trasante, papá de Jere. Los medios se hacían eco de la versión policial y hablaban de un ajuste de cuentas ligado a la barrabrava de Newell’s. El entonces ministro de Seguridad de la provincia de Santa Fe, Leandro Corti, abonó esta hipótesis: “Estas muertes violentas que se explican o se caratulan a través de los denominados ajustes de cuenta se corresponden claramente con una disputa del espacio territorial conectado a esto lo que es la economía delictual del narcotráfico, esto a su vez enlazado con la gran influencia que tienen las barras bravas”.

Primero hubo que salir a decir lo que no eran. No eran soldaditos de ningún transa, no pertenecían a ninguna barra. “Ningún ajuste de cuentas, asesinaron a 3 pibes inocentes”, fue el título del primer comunicado del Frente Popular Darío Santillán (FPDS) tras la masacre. La cobertura mediática y el reclamo de Justicia empujaron la movilización popular. Cinco días después de la masacre los familiares de los pibes junto al FPDS encabezaron la primera marcha desde Tribunales hasta la sede local de la Gobernación. Los acompañaron organizaciones políticas y de DDHH. El ritual se repetiría una vez por mes, cada aniversario: “Justicia por Mono, Jere y Patóm” hasta llegar al juicio.

El caso llegó hasta la Cámara de Diputados de la provincia, donde se abrió una Comisión Investigadora. Los ejes del informe, presentado a fines de 2012, son el vínculo entre la policía y el delito organizado y la falta de políticas públicas en materia de seguridad. Los legisladores se basaron en las estadísticas provinciales y del departamento Rosario, donde en ese entonces ya se veía un crecimiento en la tasa de homicidios.

En 2010, en Rosario hubo 125 muertes violentas. En tres años, la cifra se duplicó: el 2013 terminó con 264 muertes violentas. La tasa de homicidios dolosos de Rosario supera ampliamente la de ciudades con características similares, como Buenos Aires o Córdoba.

CONTEXTO VI: “La pertenencia de las víctimas a una organización hizo que el triple crimen no pasara como un ajuste de cuentas”

Enrique Font Criminólogo

La Comisión Investigadora del triple crimen también puso el acento en la figura del “ajuste de cuentas”: “una herramienta discursiva que permite invisibilizar las circunstancias y causas del delito y crear un sentido común en torno a la idea de que los elevados niveles de delincuencia y violencia son propios de ciertos sectores sociales”. “Pretendiendo desde esa contextualización quitar las responsabilidades que el Estado debe asumir tanto en la prevención como en la investigación y esclarecimiento de estos ilícitos”, dice el informe.

Después de la masacre, en Villa Moreno, pibes que no solían frecuentar el barrio se dejaban ver armados. Pasaban en moto frente a la casa de los familiares. “Mis hijos venían llorando y gritando. Durante dos meses estuvieron con un permiso para no asistir a la escuela y con custodia”, contó Eduardo.

El 24 de marzo de 2012, Lita, la mamá del Mono, volvió de la marcha por el aniversario del golpe al anochecer. Desde el comedor de su casa escuchó gritos que venían de la calle. Afuera, los hermanos del Negro Ezequiel Villalba, que vivían a pocas casas de distancia, discutían con su hijo Roque –alias Keko- y Maxi Rodríguez, hermano de Patom. Los Villalba decían que por culpa de ellos el Negro Ezequiel estaba preso –acusado de la balacera al Quemadito-. Lita se metió en la pelea. Uno le apuntó con una escopeta.

—Me vas a tener que matar —le dijo ella, con el caño del arma rozándole la panza—, porque mientras siga viva voy a pedir justicia por mi hijo.

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Lita Gómez: "Mientras sigua viva voy a pedir justicia"

Esa noche nadie disparó. Pero Keko, el hermano del Mono, pasó una semana detenido en la comisaría 15 -denunciada por los familiares por su complicidad con los transas-. La discusión terminó en la sede de la Gobernación. La provincia intercedió y los Villalba se mudaron.

Cinco meses después, Keko volvió a cruzarse con dos hermanos del Negro Ezequiel. Él volvía a su casa con su mujer y su bebé.

—¡Vení a pelear, puto! ¡Dejá de batir la cana, piquetero muerto de hambre! —le gritaron. Después de los insultos, le lanzaron una lluvia de piedras.

Al rato pasaron en moto por la puerta de la casa de Keko. El que iba atrás sacó una 9 milímetros y disparó. Keko se tiró detrás de un Peugeot 505 estacionado sobre la vereda. Las balas pegaron en el parabrisas, la óptica delantera del auto y la puerta de la casa. A 30 metros, frente al baldío por el que entró la banda del Quemado la noche de la masacre, tendrían que haber estado los dos patrulleros que había ordenado la Justicia.

Ese mismo mes, el Negro Ezequiel denunció que “los implicados en el triple crimen” balearon la casa en la que vivía con su mujer y su hijo. El juez ordenó una custodia permanente.

Matar al testigo

Cuando la policía le tomó declaración en la causa por el triple crimen, Facundo Osuna todavía estaba internado en el Hospital de Emergencias Clemente Álvarez. Días después, cuando le dieron el alta, el joven ratificó sus dichos ante la fiscal Nora Marull: contó que los dos jóvenes que lo habían baleado en la puerta de su casa eran Maximiliano Rodríguez, el Quemadito, y el joven apodado Jeta. Aunque atribuyó el ataque a que se había “comido” a una piba que había sido novia de uno de sus enemigos, este testimonio le permitió a la Justicia encadenar el triple crimen a la serie de enfrentamientos anteriores entre la banda del Quemado y los amigos de Osuna.

En abril de 2012, Facundo Osuna había dado su último golpe: un amigo que trabajaba de guardia de seguridad en un supermercado lo había escondido en un mueble en el patio de comidas. Todavía caminaba con muletas por el ataque a balazos tres días antes de fin de año. Cuando cerró el local, de noche, abrió la caja con una barreta: 30 mil pesos para repartir “entre tres piernas”. “Un laburito re cheto”, le contó por teléfono a un amigo que estaba preso.

El joven, que ya había cumplido los 18, invirtió su parte del botín, su moto y la de la hermana y compró un local en el barrio Grandoli. Vendía ropa, anteojos, juguetes. También estaba tramitando una jubilación por incapacidad: las balas le habían arruinado una de las piernas. Las cosas mejoraban y él prometió rescatarse. Quería juntar plata para el cumpleaños de su hermana menor y hacer crecer el nuevo negocio.

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Altar en memoria de Facundo Osuna

El 19 de julio de 2012, el último día de su vida, Facu se levantó temprano. Claudia, la madre, recuerda que estaba contento: iba a terminar la rehabilitación tras siete meses de renguera y empezaba a trabajar en una cadetería.

Esa noche volvió a la casa y encontró a su madre cocinando: tortillas con huevo y salchichas. Le dijo que iba a cobrar la plata de una ropa que había vendido, que volvía temprano. Agarró la moto y pasó por la casa de un amigo. Durante la cena, Claudia escuchó los tiros pero no le dio importancia; ya se había acostumbrado a las balas en el barrio.

A pocas cuadras de ahí, Facu cayó de la moto. Una bala le había pegado en el pecho, dos en el antebrazo derecho y otro en el costado derecho de la cadera. El Megane blanco con los dos atacantes aceleró y escapó. El amigo de Facu los reconoció. Eran dos pibes de una zona cercana. Al que manejaba le decían Tanga, el matador era Luciano Vecchió, alias Lucho Canayón. Nadie recuerda bien por qué dos días antes de su muerte, Facu había estado arreglando una bicicleta junto a su asesino.

Parada en el living de su casa frente al ataúd, Claudia recordó lo que su hijo le había dicho la mañana del día de su muerte:

—Mami, hoy vos y yo vamos a tener un propósito.

“¿De qué propósito me hablaba? ¿De que hoy iba a tener que enterrarlo?”, se preguntó ella.

El largo adiós del Quemadito

La declaración de Chupín Palavecino, el que manejaba la Kango la noche de la masacre, sirvió para identificar a toda la banda. Lo hizo como testigo, antes de ser imputado como partícipe necesario.

El Quemado fue el primero en caer. Lo detuvieron el 16 de enero de 2012 en Santa Elena, una ciudad entrerriana de unos 20 mil habitantes recostada sobre la margen derecha del Paraná. El 30 de enero a la madrugada, Pescadito Sprío llegó al hospital con un balazo en la cadera. El joven, en ese entonces de 23 años, tenía dos pedidos de captura: por el triple crimen y otro anterior por venta de drogas en un búnker de Villa Moreno.

Dos días después la policía detuvo a Teletubi Delgado cuando estacionaba su Audi 3 en un edificio de una zona de clase media alta cercana al río Paraná. El joven, en ese entonces de 21 años, también alquilaba otro departamento dos pisos más arriba, donde la policía encontró un kilo de cocaína.

Una vez preso, Teletubi dejó sus kioscos en manos de un tal Elio. Uno de sus soldaditos era Chupín Palavecino. Los dos tenían vínculos directos con la banda Los Monos, que controlaban la venta de drogas en toda la zona sur de Rosario.

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El Quemadito y sus amigos

Cuando le dieron el alta en el hospital, después de la balacera a bordo de su BM la madrugada de año nuevo, el Quemadito fue derecho a la cárcel de Piñeiro. La fiscal Nora Marull y la jueza Roxana Bernardelli lo acusaron de intentar asesinar a Facundo Osuna tres días antes de la masacre.

Con el Quemado y él tras las rejas, el negocio no caminaba. Su tío Mario había quedado a cargo de su búnker pero cada vez le entregaba menos guita.

—No tengo un peso —le recriminó su madre por teléfono a fines de junio —¿Qué pasa con el búnker ahora que está Mario?

—No sé, no sé.

—¿Querés que le ponga los puntos yo?

—Dejá de meterte. Si querés comer tenés que ir a trabajar, mami.

—Decile a tu papá que me mande la mantención de la nena.

—Estamos en cana, de dónde querés que saquemos plata— se quejó el Quemadito.

Ella siguió reclamandole plata. Después le contó que estuvo dos meses internada:

—Me agarró una hemorragia interna de tanto tomar merca, de tanto tomar alita, estuve cinco días de caravana porque casi me quise matar, por ustedes.

—Matate, nena.

La pelea subió de tono. La conversación consta en uno de los 25 cuerpos que tiene el expediente. Ella le contó que la habían citado a declarar en la causa por el triple crimen. Y amenazó con mandar al Quemado en cana:

—No me importa si me manda a matar, porque en Tribunales está todo dicho. Así que más vale que se ponga las pilas y que me pase la mantención. (…) Todo el mundo te roba a vos, ahora el gil este de Mario te está robando. ¿Qué tengo que hacer yo? ¿Romperle la cabeza?

En medio de la pelea, el Quemadito le pasó viejas facturas:

—Vos me largaste a la calle, con un fierro a rebuscármela —le gritó —tuve que robar, tuve que vivir en la casa de mi tío, de mi tía, tuve que buscar el cariño… Eso te lo perdoné.

—¿Te van a visitar esos?

—Nadie me viene a ver.

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Un bunker en proceso de demolición

El Quemadito estaba solo y sin plata en su celda. Uno de los pocos que lo iba a visitar era su amigo Matías Pera: le llevaba pastillas y marihuana. Juntos planeaban “formar una banda grande y poderosa para manejar todo”, según le escribió Pera en un mensaje de texto. El Quemadito contaba con un apoyo indispensable: el de Guille Cantero, uno de los capos de la banda Los Monos. Nadie trabajaba en la zona sur sin su autorización.

Dos compañeros de pabellón se le acercaron. Le dijeron que estaban tirados. Al Quemadito se le ocurrió una idea. Una nueva movida para seguir desgastando la imagen del Panadero Ochoa, jefe de la barra de Newell’s, y juntar unos pesos. Sabía que después de “la entangada”, el Panadero quería ajustar cuentas. Entonces les propuso a sus compañeros un plan: ponerle precio a su cabeza.

Los compañeros del Quemadito llamaron al Panadero a su celular. Le dijeron que compartían pabellón con su enemigo, que lo tenían “regalado” y que por una guita se lo mataban a puñaladas. El Panadero llamó al celular que los pibes tenían en la cárcel: confirmó que se hacía y que a partir de ese momento se manejaran con su lugarteniente, el Manzana.

El Manzana y los pibes empezaron a negociar. Con el teléfono en altavoz, el Quemadito escuchaba cada detalle de cómo iban a matarlo, de cuánto valía su cabeza.

—Quedate tranquilo que le vamos a meter un par de puntazos —dijeron los pibes.

Del otro lado de la línea, se escuchó la voz del Panadero, un poco más lejana, como si estuviera siguiendo también la conversación por altavoz:

—No, no, puntazos no, que lo boleteen.

En esa charla fijaron fecha para el crimen y se selló el pacto: 30 mil pesos y una camiseta de Newell’s a cobrar después de que la noticia de la muerte del Quemadito se difundiera por Rosario.

El día señalado, el Quemadito mandó por mensaje de texto a sus amigos y familiares avisó que lo habían apuñalado y que estaba internado muy grave. La noticia circuló de boca en boca, de celular a celular, por las redes sociales. Y cuanto más circulaba, se agrandaba. Un compañero de cárcel del Quemado, preso en Coronda, le preguntó si sabía que habían matado a su hijo. Al Panadero también le llegó la noticia y entonces pagó. Le dio los 30 mil pesos y la camiseta al Manzana para que se los llevara a los allegados de los falsos sicarios.

Con cuánto de ese dinero se quedó el Quemadito no se sabe. Lo que sí se sabe es que la camiseta con el 18 en la espalda quedó en su poder. Un nuevo trofeo de esa guerra vernácula que se había desatado en la barra de Newell’s. Trofeo convertido en ofrenda, el día que el Quemadito ganó la calle y pudo llevársela a su padre al penal de Coronda. Antes, aún preso, se sacó una foto con ella y la subió a su cuenta de Facebook. Un mensaje que su enemigo iba a saber leer.

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Pedido de justicia

El Quemadito salió en diciembre de 2012, tras pasar casi doce meses preso. A pesar de haber gatillado contra Facundo Osuna más de diez veces los jueces de la Cámara Penal bajaron la imputación a “lesiones graves”. Entendieron que no hubo “intención directa de matar”. Argumentaron que “los disparos fueron dirigidos todos a las piernas” y que “se retiraron voluntariamente del lugar” mientras Osuna “estaba lúcido y consciente”.

Los mensajes de texto no paraban a pesar de la hora: eran las dos de la mañana del 27 de enero de 2013. Sofía y el Quemadito discutían. De repente apareció en la casa de ella, en barrio Acindar. Bajó de su Chevrolet Astra gris y se acercó a la ventana para seguir la charla. Entonces escuchó que lo llamaban:

—¡Maxi!

El Quemadito se dio vuelta y vio al Chuno y al Emilio. No alcanzó a decir nada. La balacera lo obligó a tirarse contra un árbol mientras Sofía corría a abrir la puerta para que pudiera meterse en la casa. Ella dice que fueron como 20 disparos. La Policía encontró en el lugar 13 vainas servidas. Una de las balas dio en la pierna del Quemadito; otra le rozó la espalda.

Mientras asistía a su novio, Sofía vio que un Peugeot 206 negro con vidrios polarizados escapaba del lugar: el auto del Porteño. Después sabrá, por los dichos de vecinos, que durante toda la noche el 206 había pasado despacio por la puerta de su casa, como buscando algo.

El Quemadito salió del hospital con un yeso y una advertencia: el Panadero Ochoa buscaba revancha.

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La muerte del Quemadito

El Quemadito no aguantaba más el yeso. Llamó a Matías y a Jesús para que llevaran la Play. Cerca de las 14.30 del 5 de febrero de 2013 los dos jóvenes subieron al piso once del departamento de Avenida Pellegrini . Sofía los recibió mientras le cortaba el yeso a su novio.

Mientras le hacían las curaciones para ponerle una férula, el Quemadito le contó a sus amigos con lujo de detalles cómo y quiénes lo habían baleado la semana anterior: el Chuno, el Emilio y el Porteño. Jesús escuchaba. Mientras, según demostró la investigación judicial, enviaba mensajes al celular del Chuno con la dirección de Avenida Pellegrini. A los pocos minutos se cortó la luz y los cuatro salieron a comer.

El Quemadito caminaba con Sofía por Pellegrini, ayudándose con las muletas. A pocos metros, en la puerta de su departamento, Matías y Jesús intentaban arrancar la moto. Sofía y el Quemadito estaban por llegar a la esquina cuando de una Honda Tornado blanca se descolgó un tipo armado. No vieron ni escucharon nada. Solo el estampido. Una bala a la cabeza y el Quemadito cayó boca abajo malherido. Sofía lloró y gritó: “lo mataron a Maxi, fueron los de Ñuls, los voy a ir a buscar a la vía y lo voy a matar”. Matías vio como escapaba el asesino y lo corrió. Jesús desapareció, hasta que la policía lo encontró. El juez Javier Beltramone lo acusó de ser el entregador y lo procesó como partícipe primario del crimen de su amigo.

El juicio

El reclamo de Justicia por Jere, Mono y Patóm siempre va acompañado de una frase: “No están solos”. “Nos tienen a nosotros para hacer Justicia”, dijo Lita, la mamá del Mono. Está convencida de que van a “ganar el juicio”, de que las muertes de los pibes no van a quedar impunes.

Los familiares esperaron dos años y nueve meses para que el caso llegue a la instancia oral. Después de 34 marchas a Tribunales, el miércoles 12 de noviembre entrarán para que los jueces Gustavo Salvador, Ismael Manfrín y José Luis Mascali resuelvan las responsabilidades por el triple crimen. Nora Marull y Luis Schiappa Pietra representarán al Ministerio Público.

“Tengo pruebas suficientes para que haya cuatro condenas. No dudo de mi estrategia y la prueba. Para mí no hay fisuras. Este juicio lo defiendo con convicción. Yo sé que fueron cinco personas, lo escuché, lo vi. Espero estar a la altura de las circunstancias”, dijo Marull.

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#serajusticia: el pedido de los familiares

Los imputados por el asesinato de los tres pibes son cuatro: Sergio Gustavo el “Quemado” Rodríguez, 44 años; Daniel Alejandro “Teletubi” Delgado, 24; Brian Ismael “Pescadito” Sprio, 26 y Mauricio Ezequiel “Chupín” Palavecino, 25. Todos llegan a juicio con prisión preventiva.

Brian “Damiancito” Romero accedió a un juicio abreviado y fue condenado a 8 años. Estaba sospechado de esconder las armas del triple crimen. Cumple su condena en la Alcaidía Mayor de Rosario. Además, en la masacre participó un menor de edad que está imputado en una causa paralela que tramita en la Justicia de Menores.

El Quemado, Teletubi y Pescadito están acusados de ser “coautores de triple homicidio doblemente agravado por participación de un menor y la utilización de arma de fuego, en concurso real con el delito de portación ilegítima de arma de fuego” (un delito que prevé una pena de hasta 25 años de prisión); mientras que Chupín está acusado de ser “partícipe necesario” (también hasta 25 años de prisión). Según la investigación, los tres primeros fueron quienes dispararon aquella madrugada de enero mientras Chupín los esperaba al volante de una Kangoo blanca para garantizar la huida.

El Quemado

Sergio "el Quemado” Rodríguez

44 años. Manejaba al menos cinco bunkers en la zona sur de Rosario. Líder de la banda acusada de asesinar a los tres militantes. Está procesado como “coautor de triple homicidio doblemente agravado por participación de un menor y la utilización de arma de fuego, en concurso real con el delito de portación ilegítima de arma de fuego”. Tiene antecedentes por robo, lesiones, abuso de arma de fuego y amenazas. Nunca fue investigado por la Justicia Federal por narcotráfico.
Chupín

Mauricio "Chupín" Ezequiel Palavecino

25 años. Acusado de ser “partícipe necesario”. Según la investigación manejaba la Kangooo blanca que trasladó a los asesinos de los tres militantes. Tiene antecedentes por amenazas y daño, robo calificado y privación ilegítima de la libertad.
Chupín

Brian Ismael “Pescadito” Sprio

26 años. Acusado de ser “coautor de triple homicidio doblemente agravado por participación de un menor y la utilización de arma de fuego, en concurso real con el delito de portación ilegítima de arma de fuego”. En un juicio abreviado fue condenado por la Justicia Federal a cinco años y seis meses por manejar un búnker de drogas en Villa Moreno. Tiene antecedentes por amenazas coactivas y abuso de arma de fuego y una causa pendiente en un Juzgado de Sentencia por tenencia de una granada.
Chupín

Daniel Alejandro “Teletubi” Delgado

24 años. Mantenía fuertes vínculos con la banda Los Monos, que domina la venta de drogas en la zona sur de Rosario. Acusado de ser “coautor de triple homicidio doblemente agravado por participación de un menor y la utilización de arma de fuego, en concurso real con el delito de portación ilegítima de arma de fuego”. Fue sobreseído en el juicio por el crimen de Walter Cáceres, un joven hincha de Newell’s de 14 años.
Damiancito

Brian “Damiancito” Romero

22 años. Accedió a un juicio abreviado en el que se unificaron varias causas y fue condenado a 8 años. En el caso del triple crimen se lo acusó de ser “partícipe secundario”. Estaba sospechado de esconder las armas y el chaleco antibalas utilizado en la masacre.

El abogado Norberto Olivares representa a las familias Trasante y Rodríguez. A los familiares de Mono los patrocina el exjuez Antonio Ramos y Jessica Venturi. Los cuatro acusados tienen defensores particulares: El Quemado, Carlos Varela; Teletubi y Pescadito, Fausto Yrure y Chupín, Ignacio Carbone.

El juicio será intenso. Habrá audiencias todos los días y en doble turno. Se calcula un total de 20 jornadas. En la primera jornada habrá alegatos iniciales (un mecanismo propio del sistema santafecino). Mientras que el jueves 13 comenzarán las declaraciones. Más de 80 testigos pasarán por el estrado.

Los primeros testigos serán Tania Jauregui, su hermano Lautaro, Belén Yebara y Sabrina Pascucci. Los últimos tres resultaron heridos por las balas de la banda del Quemado. En esa misma audiencia declarará Marcelo “Moki” Suárez, primo del Mono y testigo clave. También el ex comisario mayor Néstor Arismendi, jefe de la Unidad Regional II de Rosario al momento del hecho.

Durante el debate también pasaran por el estrado el “Negro” Ezequiel Villalba, miembro de la banda acusada de intentar asesinar a Maximiliano el “Quemadito” Rodríguez, hijo del Quemado. Los investigadores creen que la balacera del 1° de enero lo tenía al Negro como objetivo. También está citada Sofía Laffatigue, novia del Quemadito. La lista de testigos se completa con peritos, policías y familiares y amigos de víctimas y victimarios.

“El juicio es un desafío muy grande. Para nosotros es remover todo desde el principio. Espero de la Justicia una condena ejemplar”, dijo Eduardo Trasante, papá de Jere.

El próximo 1° de enero se cumplirán tres años del triple crimen. La posibilidad de que los asesinatos no queden impunes está en manos de la Justicia.